domingo, 12 de abril de 2009

QUO VADIS


Lo hemos discutido largamente con colegas profesores: el artículo 46G de la Ley General de Educación es una aberración en sí mismo.
La discusión sobre la calidad se ha ido centrando en los saberes que transmitirá el profesor en el aula. Así, a todos les queda claro que si no se tiene saberes sobre la disciplina que se enseña, esta será una tarea infructuosa. Pero qué hace pensar que, en sentido inverso, no teniendo saberes pedagógicos, -esto es: desconociendo la disciplina de llevar adelante el proceso de enseñanza aprendizaje- un profesional cualquiera tendrá resultados superiores.
Este contrasentido fue visado en el Senado sin reparar en el concepto tautológico que encierra dicha norma: para terminar con profesionales que no saben “materias”, impondremos profesionales que no saben “enseñar”.
El economicismo que inspira el 46G podrá descomprimir el mercado laboral profesional, pero no redundará en beneficios para la calidad de la educación.
El verdadero espíritu del artículo en comento es lanzar un misil de grueso calibre sobre la carrera docente, destruir la base del Estatuto, terminar por precarizar aún más las condiciones de la carrera, para terminar comprando a bajo precio el derecho laboral de los profesores. Fue como se hizo con los trabajadores portuarios.
Eminentes economistas han planteado la posibilidad de “comprar” el derecho de los profesores y un muy buen comienzo es la precarización del trabajo de los profesores, a fin de que el Estado desembolse lo menos posible al negociar el fin del Estatuto Docente. Es una vergüenza constatar que las políticas públicas en educación se insistan en hacer con la calculadora en la mano.
Quien quiera sostener que con el ingreso libre y desregulado de profesionales que no saben enseñar, la educación, en cuanto a calidad va a mejorar, sólo sostiene una falacia.
La educación mejorará mejorando las condiciones de egreso de las carreras docentes, con el mejoramiento de las condiciones de jubilación, permitiendo que se imponga la disciplina y el rigor profesional en el aula, con el fin de los principios de nivelación hacia abajo, como supone el decreto de evaluación 511, y con la supresión definitiva de conceptos que relativizan la labor docente, o que la llevan a segundos planos: la labor pedagógica es labor de pedagogos, no de psicólogos, no de ingenieros, no de financistas.
Incluir profesionales que no saben enseñar, no es más que infligir otro grave daño a la educación nacional, avanzar en el deterioro de la profesión docente y postergar en otros diez años -como gustan decir todos aquellos que no se atreven a avanzar con la urgencia de hoy- el mejoramiento de la calidad de la educación chilena.

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