martes, 9 de octubre de 2018

Zonas de sacrificio


Durante los últimos meses se ha vuelto a poner de moda el término “zonas de sacrificio”, acuñado por el célebre periodista estadounidense Chris Hedges, quien no dudó en rotular así a extensas comunidades de Estados Unidos, empobrecidas y asoladas por daño medioambiental producto de la extracción de minerales, con una marcada falta de acceso a calidad de vida y beneficios sociales y económicos, de cara a la riqueza producida a su costa.

Si bien las noticias en Chile han centrado el tema en la zona de Quintero-Puchuncaví, al revisar rápidamente portales de fundaciones como Terram entre otras, podremos encontrar información detallada de Mejillones, Tocopilla, Huasco y Coronel y últimamente Isla Riesco en el sur austral, como zonas de sacrificio medioambiental consolidadas, cada una con su propia dinámica de destrucción y fatalidad.

Al revisar bibliografía sobre el tema en cuestión, podemos señalar que esta es tan extensa como zonas se puedan imaginar que existen, de distinto tipo y características, desde oceánicas, hasta glaciares, pasando por las afectadas por industria extractiva de todo tipo, hasta megavertederos en uso y cerrados. Pero hay una constante dialéctica, preocupante en cada caso que se repite como patrón: afectación de comunidades pobres y marginales v/s el beneficio de otras ricas y conectadas; bajos estándares medioambientales de producción v/s supuesta imposibilidad de inversión productiva; disponibilidad mediata de puestos de trabajo e ingresos v/s afectación de la salud con riesgo letal; etc.

Es constante que detrás de los casos de implementación de zonas de sacrificio, siempre se dan a lo menos dos condiciones repetidas: una es la existencia de una legislación medioambiental débil o posible de sortear y, escandalicémonos!, la certeza precedente y absoluta de los daños aparejados al medioambiente y a las personas con la actividad económica a desarrollar. Incluso, a propósito de Quintero y Puchuncaví, hay referencias bibliográficas que documentan el llamado que hizo en 1961 el Gobierno de Chile a los habitantes de la comunidad donde se emplazaría el Parque Industrial Ventanas, a hacer un “esfuerzo patriótico” en favor del desarrollo de Chile. Mismos argumentos usados a favor de la consabida contaminación de El Teniente, de la instalación de termoeléctricas a carbón, la inundación de tierras para generación hidroeléctrica o la disposición de rellenos sanitarios, solo por mencionar casos chilenos del último tiempo.

Ahora bien, sin pretender entrar aún a la cuestión ética y moral que supone discernir sobre temas profundamente controvertidos en materia económica, medioambiental y humana, debemos si esclarecer que determinar y establecer “zonas de sacrificio” importa una decisión política y técnica de daño al medioambiente y a las personas y no como a veces se intenta disfrazar, como daños colaterales imprevisibles. Hay decisiones de carácter técnico que implican el desarrollo de industria altamente nociva a menor costo de instalación y producción, mediante el uso de tecnología agresiva con el medioambiente y contra las personas, por cuanto, cuando se toma la decisión de emplazarlas en una comunidad, se condena a esta irremediablemente, negándoles derechos básicos inherentes a su condición de personas, por no mencionar los daños ecológicos además.

Entonces, cabe preguntarse cómo se produce esa decisión sobre el territorio y las comunidades. Pues bien, la evidencia es vergonzosa: se hace en contra de comunidades pobres, periféricas y que son “deshumanizadas”, ya que se les sitúa en una categoría por debajo de la jerarquía “humana”, lo que explica por qué ellos sí son posibles de sacrificar en favor del bienestar de otros. Ese despojo es posible por otra condición política que es la falta de representación efectiva y organización de base, como lo muestra la bibliografía consultada. Una vez que una comunidad afectada se objetiva y se empodera, presionan para la resolución del daño, en luchas que parecen interminables y que solo la voluntad de vivir empuja y sostiene.

En Norteamérica, Centroamérica, Asia, Africa, en fin, donde sea que encontremos “zonas de sacrificio”, lo que en realidad estamos observando es la muestra palpable de la indolencia para producir unos dividendos económicos a menores costos, que si se produjeran con la tecnología y los cuidados que se deben. No es esta una lucha desde la dicotomía de producir o no producir, sino más bien de producir de manera sustentable, aunque la ganancia se estreche.

La verdad es que no haría falta en absoluto llegar a saber de economía o ciencia medioambiental para comprender que al caso, el imperativo moral que nos asiste como comunidad informada es indagar en favor de la verdad y una vez dibujados sus lindes, sentir como propio el dolor producto de la postergación y el perjuicio al que son sometidas comunidades completas a causa, no del progreso, sino de los mínimos costos económicos posibles con que se pretende el progreso. Es el caso de los “hombres verdes”, abuelos, padres y esposos de las mujeres en lucha de Quintero y Puchuncaví, trabajadores que en estas décadas han ido muriendo inexorablemente a causa de la contaminación a la que fueron expuestos decididamente. Los “hombres verdes”, decolorados por el cáncer, nos deben hacer reflexionar profundamente sobre la humanidad del progreso desprovisto de ética y cordura.
Como en la caricatura al inicio, la cuestión no es si estamos todos o no en la barca del progreso, sino si es ético y moral que los costos se los lleven unos pocos por débiles, invisibles, mudos o peor aún, por haber sido despojados vergonzosamente de su condición humana.

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